Hundir la flota

Hundir la flota
David Howitt y yo pasamos todo el verano de 1986 trabajando para conseguir dinero para nuestra misión de infiltrarnos en Islandia con el único propósito de causar el máximo sabotaje económico a la su industria ballenera. Por las noches trabajaba de camarero en un club en el distrito londinense de Chelsea, y durante el día reparaba antigüedades en Kings Road. David se fue al sur de Inglaterra, donde trabajaba recogiendo lúpulos. Cada pocas semanas quedábamos para discutir nuestros planes y analizar los datos que habíamos recopilado sobre Islandia. Cuando acabábamos nuestra tarea, preparábamos unas cuantas bombillas rellenas de pintura y dábamos unas vueltas en bici por Londres para redecorar sus tiendas de pieles. Finalmente llegó el día en que tomamos el metro de Londres hacia el Aeropuerto de Heatrow para coger nuestro vuelo de IcelandAir hacia Reykjavik. Cuando íbamos al aeropuerto me quité de la chaqueta un parche que decía "Salva a las ballenas, salva a la tierra", con un dibujo de una aleta de ballena. Todo lo que llevábamos encima eran nuestras cámaras, ropa, chubasquero, luces acuáticas, navajas y un par de mapas. Todas las herramientas necesarias para la acción las compraríamos en Islandia. Cuando llegamos en octubre, sólo quedaban por allí los turistas más fieles. Conseguimos cama en un albergue juvenil, y una de nuestras primeras tareas fue comprar un par de cizallas y una llave inglesa extensible en una ferretería local. Queríamos que pasase el máximo tiempo posible entre la compra de nuestras herramientas y la acción, en caso de que alguien pudiese recordar esa compra. Una de nuestras primeras noches en la ciudad de Reykjavik salimos bien entrada la noche del hostal y fuimos hasta un desguace desde donde podíamos ver los cuatro barcos islandeses de 175 pies que conformaban la flota ballenera completa de la nación. Hvalur ("ballenero") 5, 6, 7 y 8 flotaban en el puerto, atados en línea como los cuatro jinetes del Apocalipsis esperando soltar su demonio en el mundo natural. La superestructura de los barcos estaba pintada en blanco con las ventanas del puente y las portillas en oscuro, lo que parecía la cuenca de los ojos de una calavera. No es necesario decir que nos sentimos un poco intimidados. La realidad de lo que aquello era parecía muy fácil de discutir en Inglaterra, pero ahora era como si aquellos barcos nos estuviesen mirando a la cara en medio de la helada que estaba cayendo en la noche de Reykjavik. Era algo más que un poco desalentador. Pero sabíamos que no sería fácil, así que comenzamos una serie de vigilancias nocturnas en el puerto. Después de dos semanas de vigilancia comenzó a emerger una rutina definitiva. Cada viernes por la noche, un vigilante se aliviaba la noche de vigía con dos botellas de Brenivin, un fuerte vodka islandés. No se veía nada de actividad en tres de los barcos, y el vigilante se quedaba en el cuarto barco, que era el más alejado del muelle. Una noche en fin de semana parecía la mejor noche para la acción. En Reykjavik vimos fotos de la estación ballenera, que estaba a 45 millas de la ciudad. Se ofrecía visitas a la estación, así que David y yo hicimos auto stop hasta la desolada estación y nos bajamos cerca de la entrada. Conforme nos acercábamos no se veía ni un alma. La estación ballenera se había acabado, y con ella también la demanda de visitas. David y yo comenzamos a andar por la instalación a plena luz del día, mirando por las ventanas de las oficinas, la maquinaria, los talleres… y rápidamente los dos dimos por hecho que también seríamos capaces de golpear la estación ballenera. Sabíamos que sólo tendríamos un disparo en la industria ballenera de Islandia, y cualquier riesgo para nosotros no importaba. Todavía sentíamos que las posibilidades eran elevadas y que no nos iríamos de la isla hasta que nuestro sabotaje fuese descubierto. En noviembre de 1986 Islandia no era un país que esperase o que incluso recordase las amenazas de una organización militante en contra de la caza de ballenas. Sólo había un vigilante para los cuatro barcos. Era la estación de descanso y la tripulación estaba en tierra, con el trabajo en los barcos restringidos a las horas de luz del día. La semana de nuestro plan de ataque los barcos balleneros fueron colocados en el dique seco. Uno por uno, los sacaban del agua para limpiarlos y repararlos, lo que suponía una operación mayor. David y yo habíamos planeado hundir todos los barcos y excepto el que albergaba al vigilante. Ahora estábamos obligados a sacrificar nuestro tercer objetivo. El dinero se nos estaba gastando, y el miedo a que nos descubriesen todavía nos atormentaba. ¿Quizás nosotros también estábamos bajo vigilancia, y la policía estaba esperando a que actuásemos antes de que pudiesen arrestarnos legítimamente? David y yo ya habíamos repasado el sistema penal de Islandia y habíamos aprendido que la sentencia más larga que puede caer a cualquier crimen era de once años. También aprendimos que los presos de Islandia trabajaban haciendo bloques de cemento para las aceras. A partir de ese día no paramos de hacer chistes sobre lo buenos que seríamos contruyendo las aceras de Islandia. Finalmente, entregados al espíritu del destino de las ballenas, decidimos actuar. Elegimos la noche del 7 de noviembre para nuestras tareas de venganza. Nos despedimos de nuestros amigos europeos y les dijimos que David y yo íbamos a alquilar un coche en nuestro último día para hacer una pequeña ruta turística. Condujimos hasta el aeropuerto en la mañana del día 7 para embarcar nuestro equipaje para el vuelo de que salía del país a las 6 de la mañana del día siguiente. Era hacia Luxemburgo, aunque no nos importaba a donde fuera, siempre que no fuera a Escandinavia. Después, fuimos al único restaurante vegetariano de Islandia para tomar lo que sería nuestra última gran cena. Habíamos estado guardando dinero para este último lujo, pero encontramos el restaurante cerrado. Para no disgustarnos, compramos comida en un supermercado y condujimos hasta un claro en un bosque sobre la estación ballenera para tomar nuestra comida y esperar la temprana oscuridad del invierno. Mientras comíamos estuvimos escuchando la radio del coche, y cuando acabamos la cena descubrimos que nos habíamos quedado sin batería. Aquí debería haber acabado nuestra misión, si no hubiera sido por un grupo de jóvenes islandeses, probablemente empleados de la estación ballenera, que vinieron a rescatarnos. Le pusieron las pinzas a nuestro coche hasta que pudimos arrancarlo, después nos despedimos y nos dirigimos al sitio donde habíamos decidido que dejaríamos el coche, ya que la noche se estaba acercando. Comenzó una tormenta, añadiendo una cubierta brillante al tiempo que David y yo nos poníamos nuestros chubasqueros oscuros, los guantes, los pasamontañas y nos abrochábamos las riñoneras en las que llevábamos las luces y las herramientas. Entonces dejé las llaves del coche en la parte de arriba de la rueda trasera, y comenzamos en largo camino a la estación ballenera en la más completa oscuridad, empujados por el viento y la intensa lluvia. Conforme nos acercábamos a la estación ballenera, nos sorprendió el sonido de una excavadora que estaba cavando una zanja en la estación. Nos tiramos al suelo y pasamos la siguiente hora tumbados con la heladora lluvia hasta que el trabajador y su máquina se marcharon a la ciudad. Cuando las luces de la máquina desaparecieron, saltamos a la acción. Después de esta tarea, encontramos la habitación de los ordenadores de control que albergaba toda la maquinaria automática de de la estación. Destrozamos los paneles de los ordenadores hasta que echaron chispas y hasta que las luces de los ordenadores y la maravillosa música de las máquinas moribundas se escuchaban. No había tiempo que perder, así que nos desplazamos hasta el almacén de los barcos, donde se guardaban las piezas de recambio de los barcos balleneros. Cogimos las piezas más caras y anduvimos hasta el final del muelle y las tiramos al agua. Finalmente, llegamos a las oficinas donde estaban los libros que detallaban las capturas ilegales, los confiscamos y tiramos cianuro por todo el edificio. Rompimos las ventanas y cualquier cosa que parecía cara vio su fin gracias a nuestras llaves inglesas y nuestras cizallas. Nuestra primera tarea fue el sabotaje de los seis enormes generadores de diesel que proporcionaban la energía a la estación. David y yo éramos ingenieros del diesel con experiencia, y sabíamos lo que era bueno para un motor y lo que era malo. Un poco antes nos habíamos quitado la ropa porque estábamos sudando mucho en nuestro trabajo manual. Después pasamos a las centrifugadoras que procesaban la grasa de las ballenas y la convertían en un aceite lubricante de alto grado que se usaba en misiles. Tras golpear el delicado engranaje, localizamos lo que no podíamos encontrar en la planta de empaquetado de carne: la montaña de carne de ballena. David había intentado mover muchos pales de carne de ballena que había, albergados en enormes refrigeradores bajo la estación, pero la carretilla elevadora que conducía se quedó sin gas propano. Nos vimos forzados a poner una cuña en la puerta de los refrigeradores y sabotearlos con la esperanza de que la carne se descongelase y estropease. Unos días después escucharíamos en las noticias de World News al capataz de la estación relatando en estado de shock lo sucedido en la estación ballenera, y decía que había sido el objetivo de un ataque aéreo. Nos podíamos haber pasado toda la noche saboteando la estación, pero los barcos estaban esperando, así que David y yo nos hicimos señales de retirada y regresamos cansados y sudando a nuestro coche. Una vez allí experimenté un momento frenético al ir a coger las llaves y ver que no estaban allí. El viento había soplado tan fuerte que las había volado unos metros más allá del coche, donde las encontré con mi linterna. Ahora, cubiertos de grasa y empapados de sudor, nos fuimos de vuelta a Reykjavic. El tiempo hizo que la carretera fuera peligrosa, y a menudo se resbalaba al pasar por el hielo. Estoy seguro de que muchas de mis primeras canas me salieron aquella noche. Una hora después llegamos al puerto de Reykjavik, donde tres barcos permanecían flotando en el agua, y el cuarto sobre el dique seco. David y yo descansamos y tomamos algo de comida energética y escondimos los libros confiscados de la estación ballenera en el asiento trasero. Después de respirar profundamente, abrimos las puertas del coche y salimos en medio de la fuerte tormenta, que hacía de nuestros pasamontañas y de nuestros chubasqueros más una necesidad que un disfraz. Con las manos en los bolsillos como dos fríos pescadores, caminamos hacia el final del muelle hacia el Hvalur 5, 6 y 7. Las olas en el puerto eran tales que alcanzaban la cubierta de los barcos; así que para embarcar todo lo que teníamos que hacer era saltar unos cuantos metros del muelle hasta las chapas de acero de la cubierta. Corrimos rápido hasta Hvalur 5, David sacó nuestras cizallas y cortó el candado que cerraba la ventanilla de la habitación del motor. Una vez en las habitaciones de los motores -que estaban totalmente iluminadas-, David revisó el barco para ver si había algún vigilante durmiendo, mientras yo en la habitación del motor comencé a levantar las chapas de la cubierta, buscando la válvula enfriadora de agua salada que regulaba el agua del mar y que enfriaba los motores del barco en el mar. En el momento que la encontré, David había vuelto para decirme que el barco estaba completamente vacío. Comenzamos a aflojar las dieciséis o más tuercas que aseguraban la cubierta de la válvula en su lugar, y cuando ya habíamos quitado la mayoría el agua comenzó a salir a presión por los agujeros de los tornillos. Probé el agua y era salada. Cuando quitamos completamente la cubierta, el agua del océano inundaría completamente primero la habitación de los motores y después el resto de los compartimentos del barco, arrastrándolo hacia el cementerio acuático en lo más profundo del puerto de Reykjavik. Dejando la cubierta prácticamente quitada, nos fuimos al Hvalur 6, donde repetimos el proceso, localizando rápidamente las válvulas enfriadoras de agua salada del barco. Finalmente, con todas las tuercas y los tornillos quitados, metimos una barra en la válvula saltó después con poca resistencia, dejando pasar una inundación de agua salada que nos empapó a David y a mí. Volvimos rápidamente al Hvalur 5, donde quitamos los últimos tornillos de la cubierta del barco, y una vez más el océano empezó a entrar dentro. Ahora era el momento de escapar. La estación ballenera había sido demolida, y los dos barcos balleneros de 175 pies se estaban hundiendo. Eran poco antes de las 5 de la madrugada, y el aeropuerto estaba casi a una hora de allí. Nos alejamos de los dos barcos hundidos, tiramos las herramientas en el agua helada y nos quitamos los pasamontañas al llegar al coche. Me senté en el asiento del conductor, arranqué el coche y nos pusimos en carretera. Poco después de dos minutos, nos paró un coche de la policía de Reykjavik. Lo primero que pensé fue: "No, no pueden ser tan buenos; no pueden haber estado vigilándonos durante todo este tiempo". Todavía había dos barcos que se estaban hundiendo rápidamente y los minutos se escapaban antes de que nuestro vuelo hacia la libertad despegase, dejándonos posiblemente durante los próximos once años perfeccionando nuestras dotes como albañiles en la prisión local. Un policía se acercó hacia mi ventanilla al tiempo que David y yo estábamos sentados empapados de agua y con grasa de los motores por toda la ropa. El oficial me pidió que me montase en su coche. Mirando a David, que estaba sentado con la mirada firme, salí del coche y me senté en el asiento trasero del coche de policía. Los oficiales me ignoraron y hablaron entre ellos en islandés, hasta que se volvieron y me preguntaron en inglés, "¿ha bebido alcohol esta noche?". Casi riendo dije "no, ni siquiera bebo", lo cual era mentira, y entonces me preguntó si podía olerme el aliento. Estuve a punto de soltar una gracia, pero un café caliente del avión de IcelandAir me estaba llamando a gritos. Así que le eché el aliento, y me deseó un buen viaje al aeropuerto, sabiendo que era a donde probablemente íbamos debido a lo temprano que era. Probablemente aquel policía todavía se está dando golpes en la cabeza por haber tenido en su coche al único saboteador de la nación desde la II Guerra Mundial y dejarle escapar. Ya en el coche, David me dijo que había estado a punto de escaparse pero pensó que era mejor esperar a ver si yo le hacía alguna señal. Ahora no era el momento de plantearse la liberación del zoo, ya que debíamos darnos prisa para coger nuestro vuelo de las 6 de la mañana. En cuanto llegamos al aeropuerto cogimos nuestro equipaje de mano y nos cambiamos rápidamente de ropa, tirando la grasienta en la papelera del aeropuerto. Después pasamos por la cola de Clientes Islandeses sin incidente alguno, facturamos y cogimos nuestras tarjetas de embarque. Un azafato educado nos dijo que el vuelo se había retrasado debido al mal tiempo. Aquellas palabras eran lo último que queríamos escuchar, y David y yo nos pasamos los siguientes treinta minutos sin dejar de mirar al reloj, imaginándonos el caos en erupción que habría en esos momentos en el puerto de Reykjavik. Finalmente, nos llamaron para el vuelo y embarcamos rápidamente, todavía sin sentirnos seguros hasta que aterrizásemos en Luxemburgo. Horas después de aquello, David y yo miramos por la ventana esperando a medias ver a los agentes de la INTERPOL esperando nuestra llegada. No estaban. Recogimos nuestro equipaje y salimos del aeropuerto después de hacer una llamada anónima a la oficina de Sea Shepherd en Reino Unido para decir sólo, "Hemos llegado a la estación, dos están en el fondo". Hicimos auto-stop hasta Bélgica, donde cogimos un ferry para Inglaterra y luego un autobús a Londres. Al bajar del autobús, 36 horas después de nuestra acción, me dirigí a una papelería y cogí un periódico. Un artículo en la portada decía sólo "LOS SABOTEADORES HUNDEN BALLENEROS, foto en la página 6". Al llegar a la página vi una de las mejoras vistas del mundo. Aparecían el Hvalur 5 y 6 descansando tranquilamente en el fondo del puerto de Reykjavic, sólo se asomaba entre las olas el esqueleto de su superestructura. Paus Watson aparecía en una cita aceptando la responsabilidad del ataque, del que decía que era una acción de aplicación de la moratoria de la IWC (International Whaling Commsion) sobre caza comercial de ballenas que Islandia había violado. David y yo nos abrazamos en mitad de la calle, riendo con la euforia que sólo puede darte un sueño hecho realidad.

Por Rod CoronadoArtículo extraído del número 9 de Sombras y Cizallas [a su vez traducido de No Compromise]

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